
En pleno siglo XXI tiene que intervenir el Tribunal Supremo para decidir a qué tienen derecho los trabajadores, o, visto desde el otro lado, qué obligaciones tiene el empleador respecto a las cestas de navidad.
Está claro que resulta difícil moverse en una sociedad que poco a poco se está despojando de los corsés del siglo XX (paternalismo oficial, desamparo de los trabajadores…) pero que aún no ha definido cuáles serán los nuevos patrones de relación entre diferentes grupos de interés (en este caso concreto, empleadores / empleados, aunque la reflexión es válida para tantos otros).
Para empezar, la dicotomía empleador / empleado está obsoleta. Un empleador que se vea a sí mismo como alguien que tiene la prerrogativa de contratar o despedir está condenado a la ruina, porque solo conseguirá hacerse con empleados que encuentren satisfactorio este planteamiento y, por lo tanto, estén dispuestos a dejar en sus casas todos sus tesoros de creatividad, entusiasmo, compromiso, esfuerzo y corresponsabilidad para colocarse la gorra de empleado hasta que termine la jornada laboral (porque tienen muy claro qué es una jornada laboral). No hace falta ser un premio nobel para darse cuenta de que este empleador será rápidamente engullido por el mercado, que dará al traste con su empresa.
Por otro lado, los empleados así tratados se amoldan a la realidad social que les ha tocado vivir en la empresa y por lo tanto hacen lo que se espera que hagan: entre otras cosas, reclamar todos y cada uno de los derechos adquiridos sin parar mientes en que podría darse la circunstancia de que dichos derechos no pudieran ser atendidos ahora como lo eran anteriormente.
Así las cosas, cada una de las partes aferrada a su verdad, no consiguen llegar a ningún acuerdo y han de solicitar que un tercero decida por ellos. Es aquí donde entra el juez, cuyo papel es, esencialmente, hacer que se haga como siempre se hizo, aplicando el principio de derechos adquiridos, jurisprudencia, legislación vigente o cualquier otro fallo que resulte pertinente a la causa.
De modo que nuestro sistema judicial hace muy bien su papel: asegurarse de que todo siga igual.
¿De verdad es eso lo que queremos? Por supuesto que necesitamos un sistema judicial, y por supuesto que una ley no puede improvisarse ni puede ser aplicable un solo día o una sola ocasión. Lo que ya no parece tan lógico es que un juez tenga que fallar, de acuerdo con la ley, sabiendo que su fallo puede perjudicar a la empresa mientras que no resuelve ningún problema grave de los empleados. En otras palabras, que dar la razón a los empleados en ciertas ocasiones concretas puede ser pan para hoy y hambre para mañana porque la empresa no podrá superar las dificultades y acabará por despedir a los empleados.
Si el juez no puede hacer otra cosa y los empleados se aferran a sus derechos adquiridos, queda una tercera pata en este juego a tres, una pata que sí puede hacer algo nuevo: el empleador.
Como primera medida, no mirarse a sí mismo como empleador, porque ya sabemos que las palabras conforman el pensamiento y el pensamiento conforma las acciones. Una forma más apropiada en la sociedad actual sería la de alguien que pone algo en una interrelación con otros que también ponen algo, para conseguir todos juntos unos objetivos compartidos.
Si se comienza a contemplar así a las demás personas, el marco laboral que se establece es muy diferente. Poniendo el foco en las personas se pueden definir las relaciones en base al respeto mutuo y comenzar así a dibujar un marco ético que servirá en el futuro para resolver los conflictos en el seno de una relación adulto – adulto, no con el trasnochado planteamiento padre – niño.
Cuando una persona comienza a darse cuenta de que poco a poco se va modificando la relación hacia el respeto mutuo, es habitual que su necesidad de defenderse vaya menguando, y permitiendo a la vez que vayan surgiendo el interés y la buena predisposición. Porque sentirnos tratados con respeto es como una caricia psicológica que todos deseamos recibir.
Quién comienza a ofrecer caricias psicológicas es vital: no puede hacerlo quien se ve constreñido en un marco de relación opresivo, sí puede quien tiene autoridad para definir el nuevo marco de relación. Así que es primordial que quien tiene la autoridad comience por “diseñar” el tipo de caricias psicológicas que ofrecerá a sus partícipes internos. A medio plazo, la cultura corporativa considerará que ofrecerse mutuamente caricias psicológicas es una forma adecuada de relación. Y los resultados del negocio también lo agradecerán.
Hay muchas formas de hacerlo, pero me gustaría compartir contigo mi receta de las 3 erres, C = 3R, (compromiso = respeto x reconocimiento x referencia), que suelo aplicar para satisfacción propia y de los demás.
De modo que si conoces a algún empleador que esté sopesando la posibilidad de reconducir su estilo de relación para potenciar su organización, puedes regalarle una cesta de navidad que incluya, además de turrón, estos ingredientes.
Es casi seguro que si se pone de moda regalar cestas de navidad con 3R estaremos ayudando a formar una sociedad mejor en la que, entre otras cosas, los jueces no se verán obligados a aplicar leyes antiguas: porque no tendrán tanto trabajo, y porque la propia sociedad derogará esas leyes en pro de otras que respeten el equilibrio adulto – adulto, que es lo mismo que decir persona – persona.
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